jueves, 14 de octubre de 2010

Hojalatero

El hojalatero ambulante iba allí donde era requerido e improvisaba su taller en el corral, en un portal o la misma calle. Sentado en el suelo, abría la caja y avivaba el fuego del anafe. Analizaba concienzudamente el cacharro a reparar; pongamos por caso una olla de porcelana con picaduras en el borde del fondo. Lo primero que hacía era sanear la parte picada, para lo que se valía de una lima basta hasta dejar lustroso y brillante los bordes del agujero; luego, de un tarrito que llevaba adosado a uno de los lados de la caja, sacaba un rudimentario pincelillo impregnado en ácido clorhídrico, previamente rebajado diluyendo en él trocitos de chapa de cinc, y con el cual humedecía la parte saneada. Después cogía uno de los soldadores del anafe, limaba suavemente el filo del cobre por ambos lados y le daba una pasada por la pez rubia contenida en la tapadera invertida de una caja de crema para zapatos. Con el soldador limpio y casi al rojo vivo en una mano y la barrita de estaño en la otra, los acercaba a la parte averiada del cacharro derritiendo sobre ella unos goterones de estaño que iba extendiendo cuidadosamente con el soldador hasta cubrir el agujero; si éste era muy grande recortaba con las tijeras un trocito de hojalata que soldaba en el mismo a modo de remiendo. El trabajo se cobraba, como es lógico, en función del material y el tiempo empleado, y que se concertaba de antemano tras el consabido regateo.
Para mi lo mejor de su trabajo era verle restaurar los platos rotos, las fuentes, las jarras y los jarrones de loza. Unía los trozos con una especie de grapas, que para colocarlas tenia que hacer unos agujeros con el parahúso y una broca. Lo curioso es que los platos aguantaban el uso como nuevos.
¡Que tiempos aquellos! Ahora nos pasamos de consumistas y eso que dicen que estamos en crisis.

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